28 de agosto de 2009

Escapada a la Sierra. Cena en el hotel.

Panorámica del restaurante.

La mayoría parejitas, algunas mujeres juntas y tres mujeres solas; una soy yo. (¿Estoy siendo un poco andrófoba o me parece que las mujeres somos siempre más valientes para movernos solas?) Una mujer japonesa de unos cincuenta con su libro, una mujer de unos setenta y cinco con su bastón, y yo, con mi libro como bastón. Es broma. O no. He venido sola porque me apetecía; tenía ganas de leer, escribir y pensar tranquilamente. Pero reconozco que el momento restaurante fino sin acompañante es un poco duro.

Es todo un poco frío, hierático, incluidos los camareros, que son los únicos que podrían aportar un poco de calor a este cuadro invernal. Saco mi libro, leo un rato, lo cierro; de ambas formas me hace compañía. Y también me dedico a observar. El áspero camarero con aspecto compungido me lo pone fácil; tarda una eternidad. Me ha tocado estar dentro porque las mesas de la terraza estaban reservadas; allí, por lo que puedo ver, todos parecen más animados en sus conversaciones, incluso se ríen. Pero en la sala hay un ambiente civilizado donde todos hablan para el cuello de su camisa y se diría que parte del protocolo es la ausencia de sonrisa.

Algunas parejas apenas se dicen nada o lo hacen con gestos de poca satisfacción. Otras, casi apartan la mirada. De pronto, reparo en una chica de unos veinte años que está con sus padres; sentada entre ambos, es como si un hilo uniera a los progenitores con su hija y el que quizá les haya unido a ellos alguna vez, se hubiera roto. La cara de la madre me provoca demasiadas cosas, no dejo que aniden en mí; alberga una mezcla tal de resignación, infelicidad y dolor, que dan unas ganas enormes de ir a sacarla de ese escenario inmediatamente. El padre se suma a la infelicidad, pero con un matiz de “la culpa es tuya” que le confiere un aire algo soberbio. Él es quien se comunica un poco con su hija. La madre casi no habla y tiene una mirada pálida que parece no saber dónde posarse. Sin embargo, la hija luce una buena sonrisa. Curioso, ¿no? Ajena a ellos, como si no importara nada su escandalosa apatía. Todo un logro salir indemne de esa tela de araña, aunque sea a costa de maquillar la realidad.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Es curioso cuánto pesa la incomodidad en una especie gregaria y, por eso, meritorio por lo terrible de la escena, que efectivamente, seáis las mujeres las que mejor llevéis la soledad. Que hayáis aprendido a hacerlo es un indicio de que os habéis desprendido de condicionamientos genéticos en mayor medida que los hombres. Un poco, por eso sois máa sociales. En el sentido cultural.
Bss
Jose

Reportera de interiores dijo...

Y luego no quieres que te llame Jose "células". Se te ve el plumero, amigo... ;-) Gracias por venir. Muá.

Anónimo dijo...

No pretendo esconderme.

Ana A. dijo...

Guauuuu. Bonita descripción ... y una de esas sonrisas de las que te hablaba se ven en ese cuadro que dibujas con palabras