21 de junio de 2010

Cuento, luego existo

He descubierto que esta es mi máxima. ¿Necesidad de comunicar? Sí... ¿De compartir? Sí... Pero ¿por qué a veces parece que si no lo cuento es casi como si no hubiera pasado? Es como si lo que quiera que sea que haya vivido, o pensado incluso, tuviera que franquear estas paredes mías (que son menos de cuatro) para tener sentido. Como si tuviera que tomar forma o cuerpo fuera de mí. Por eso me gusta tanto escribir, quizá es cuando queda más patente. Y lo más personal o lo cotidiano, lo voy guardando en una esquinita de mi mente hasta que puedo irlo liberando con el interlocutor adecuado. Lo cierto es que creo que sería más feliz si no me gustara tanto dar parte de mis idas y venidas y compartir mis pensamientos y reflexiones. Porque estaría todo más quieto dentro de mí y no me agitaría como una burbuja en una coctelera cada vez que algo me conmueve o me alegra o me hace gracia..., vamos, siempre. No hablemos de cuando me enamoro, o incluso de cuando simplemente hay alguien en el horizonte susceptible de. Algunos habéis sido testigos hace poco. En esos momentos lo gritaría a los cuatro vientos, lo cantaría, lo pintaría. Y quizá, quizá, tenga que hacer todo eso para que no me desborde dentro, porque tal vez yo sea hija de la intensidad no sé bien por qué, pero así vivo las cosas. Y noto que se me está pegando la forma de escribir de Murakami, el cual me tiene absolutamente fascinada porque le acabo de descubrir. No sé, pero no lo voy a tratar de evitar,se me pasará. Me pasa mucho cuando me gusta un autor, pero en este caso ha sido fuerte porque creo que me ha abierto un camino que está en mí y yo no me atrevía a seguir. No sé si me entendéis. No es que copie algo que no es mío y deje de ser yo, sino que descubro algo mío que no salía a la luz y así me acerco más a mí. Y como me parece que estoy pasando de contar a desbarrar y tengo sueño y tampoco quiero perder los poquitos lectores que tengo pues lo dejo aquí. Por cierto, esos pocos lectores sois un tesoro para mí. Que conste.

13 de junio de 2010

Es lo que odio del amor, que de repente parezca imprescindible. Tú estás tan tranquila con tu vidita sin altavoces, porque no hay nada que gritar a los cuatro vientos, sin pájaros que coreen por la mañana los besos que te despiertan. Deseando que aparezca, pero disfrutando de esa comodidad que da el no tener que arriesgar nada. Tú estás ahí, en ese limbo absurdo, cuando aparece alguien que te mueve un poquito el suelo, así como jugando a tirar del mantel... Y de repente, sólo quieres que esté ahí, que te quiera, que te abrace. Eres capaz de apoyar la cabeza en la nevera haciendo círculos mientras sueñas con sus ojos o piensas en cómo dijo esa palabra o qué tierna sonó su voz en tal instante..., o de perder infinitos minutos con una sonrisa cándida frente a sus palabras en el ordenador. Y entonces, al ritmo que tu vidita va creciendo para ser VIDA, también se agrandan los: y si..., cuando sepa..., cómo voy a... sin él. Y ya tu vidita parece que no tiene sentido sin esa otra vidita que te enciende. Ay..., ¡cómo odio el amor cuando se pone tan estupendo!