4 de mayo de 2017

¿Qué hacemos si maltratan a un niño delante de nosotros?

Llevaba toda la vida queriendo hacerlo. Sí, sí, puede sonar exagerado pero es así. Cada vez que veía una escena de maltrato a un niño en el metro o en la calle me ponía enferma, me subían calores, colores, me daba taquicardia y lo peor, necesitaba toneladas de fuerza interior para contener el torrente de quejas, improperios e insultos que eso me provocaba. Hasta el otro día tuve esa fuerza. Me quedaba con una frustración y rabia enormes por no poder proteger a alguien tan indefenso, sabiendo perfectamente que si en público el padre o la madre actuaba así, qué no sería de puertas adentro. Fantaseaba con la idea de que tenía que haber policía para padres, qué es esta impunidad de porque lo he parido, porque está bajo mi techo, porque es carne de mi carne.

El domingo pasado algo cambió, y no es que no tuviera la fuerza para contenerme, es que me vi llena de otra fuerza mucho mejor, la de estar más tranquila, más en paz conmigo y desde ahí tener la confianza de que no iba a saltarme las formas.

En el autobús, había una señora con sus dos nietos, como luego ella confirmó. La niña, de unos 4 años, no paraba quieta, se sentaba, se levantaba, daba vueltas, se reía mientras tanto, en fin, lo que suelen hacer los niños a veces. La abuela, después de llamarla la atención varias veces con cariño cero ni corta ni perezosa la agarró por una de las coletas y tiró con fuerza mientras la agitaba. No sé si veis el movimiento. Todo esto mientras gritaba. La niña se quedó llorando un buen rato mientras se ponía la mano en la coleta, con gesto de mucho dolor.

Os ahorro cómo me sentí exactamente porque cualquiera con un mínimo de empatía lo sabrá. El caso es que aunque ellas estaban al principio del autobús y yo en la mitad, lo que dificultaba aún más que interviniera, algo en mí se empezó a movilizar y la sensación de tener que decir algo era más fuerte que nunca. Me levanté, mirando a la niña y mirando a la abuela, que se justificaba en voz alta por lo que había hecho. De pronto se acercan para bajarse. Justo a mi lado. Yo las miraba y la abuela aprovechó para seguir buscando apoyo, en este caso el mío. Ahí estaba mi momento.

No recuerdo las palabras exactas porque los nervios que tenía eran importantes, pero vine a decirle que esa no era forma de tratar a una niña, a lo que ella replicaba que no entendía, y yo, que aunque no entendiera no había que pegarle. Se empezó a poner nerviosa y a decir que ella le daba de comer así que ella hacía lo que quería. Mientras se bajaba y ya con tono amenazante siguió diciéndome que no me metiera y yo que sí, que no era de su propiedad.

Después de salir ellas me quedé con el resto del autobús. Una pareja de unos setenta, defendiéndola, diciéndose entre sí para que yo oyera, que algo había que hacer y que no había que meterse en eso. Y yo volví a replicar, con los mismos argumentos, claro que hay que meterse, es un ser humano y le están haciendo daño. Me miraban como si fuera de otro planeta. Otro matrimonio de mediana edad, él comentaba, una buena torta en un momento dado, es muy útil, otra mujer mayor, e incluso una más joven, se acercaban para salir y también les daban la razón. La más mayor un tanto agresiva conmigo. Era el final de la línea y según bajábamos las escaleras me increpaba y yo ya harta de tan poca sensibilidad y tanta marcialidad, le repliqué que si le parecía buen sistema tal vez le podían pegar también a ella para que aprendiera, del mismo modo que ella defendía que peguen a los niños. Tal vez suene un poco amenazante, pero sólo intentaba que se pusiera en su lugar. Es como si los niños no fueran personas... no sé, es una extraña concepción de la infancia que tiene mucha gente.

Cuando me alejé, estaba muy acelerada pero satisfecha. Al fin. Y desconcertada también por no haber encontrado ni un solo apoyo. Qué tristeza. Cuánto por hacer. Lo que creo haber entendido es que si esta vez pude hacerlo fue porque no me salía con la agresividad de otras veces, me sentía más amorosa conmigo y eso me daba fuerza. Atacar a lo loco no hubiera servido de nada. Esto no sé si sirvió de algo, espero que moviera un poquito la conciencia de esa mujer, que era evidente que también sufría. Incluso luego pensé que lo podía haber hecho aún de una forma más empática con ella para que lo recibiera mejor. Pero eso para la próxima. De momento, esta experiencia me reafirma en la importancia del amor para cambiar las cosas. Me da hasta un poco de pudor decirlo, pero aquí estoy con él.

Y por último y primero, recordar que los hijos no son propiedad y desde luego tener o adoptar un hijo no da a nadie derecho a maltratarlo. Es muy complejo defender a estos pequeños seres que están bajo la tutela y el escondite también de sus padres. Pero no está de más que pensemos, y que actuemos también, que acabemos con esa idea retrógrada de que como es mío le puedo pegar.

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