31 de julio de 2007

¡Hágase la luz!

No sé si será una forma más de egocentrismo, del que adolecemos unos cuantos humanos, pero estoy observando una vez más que en la apasionante aventura de ir conociendo a alguien, sus ideas, sus bromas, sus silencios, sus gustos..., en esa aventura, decía, uno también se va descubriendo a sí mismo: "Ah, mira, esto es nuevo, hace un tiempo no hubiera reaccionado así. Qué bien" o "Mmm... ya está aquí otra vez el fantasmita de turno, a ver cómo le doy esquinazo". Lo maravilloso es poder ir mirando todo esto que pasa sin asustarse para poder seguir viendo y viendo... y así infinitamente, para ir poniendo luz en las zonas oscuras, que es la metáfora que a mi gusto mejor define la toma de conciencia.

Hay oscuridad, y entonces miedo, y uno no mira porque... qué habrá ahí; o bien cuando uno ve de refilón algo que no quiere mirar y ¡pumba!, ¡a la habitación oscura! Y entonces el cuarto oscuro, al que nunca se entra, se va llenando más y más, por lo que cada vez da más pereza entrar a ordenarlo, máxime cuando antes de eso habría que atravesar un miedo que cada vez se transforma más en pánico. Pero la sorpresa es que cuando se pone un poquito de luz (y dos ojos bien abiertos para mirar, claro está), se descubre que no es para tanto, que es un poco lo de siempre, lo de todos (aunque uno sea tonto por consolarse, si es que eso es cierto...); que con un poco de cariño, otro poco de paciencia y algo de reflexión, no hay oscuridad que se resista.

Antes, al hablar de la aventura de conocer a alguien, no mencioné la cara oscura de los demás. Aunque a veces al principio (y otras hasta el final) nos resistimos a verla, siempre está ahí, y el ejercicio anterior de encender la luz nos puede venir muy bien para iluminar también el cuarto del que tenemos enfrente, que a veces nos empeñamos en negar, pero otras lo vemos con una nitidez y una claridad con las que nunca veremos el nuestro.

En este baile de claroscuros lo mejor es abrazarse muy fuerte con los ojos cerrados para después abrirlos y dejar que la luz nos bañe y nos desnude y una vez humanos, temblorosos, descubiertos, reírnos enteros: por la pequeñez que nos invade, por la grandeza que besa nuestra piel, por la flor que cada día podemos abrir.

21 de julio de 2007

Diminuta en ti

Me gustaría poder viajar contigo
escondida en el bolsillo de tu camisa
pegadita a tu pecho
arrullada por el suave canto de tu corazón.

Es ese deseo entrometido
de abarcar tu soledad
de saber cómo callas
cómo respiras,
cómo late tu corazón
y sonríes cuando la belleza del mundo se come tus ojos.

En tu camisa
pero en realidad dentro de tu piel
para estar entre bambalinas
cuando te estremezcas
cuando descanses y sueñes
cuando sientas amor por cualquier ser o cosa
y cuando el dolor quiebre tus mejillas
o la rabia desate tu sangre.

Quiero, dulzura,
entrar en tu bolsillo,
en el bolsillo de tu piel,
y quedarme a vivir allí una de mis vidas
(las otras las necesito para abrazarte, para escucharte y para reírnos).

13 de julio de 2007

Sensores insensibles o el baile del retrete (de señoras)

Entras. Se hace la luz. Uy qué bien, piensas. Y cuando ya estás en posición de intentar no mancharte, es decir, con los pantalones remangados para que no se mojen en el suelo infecto, sujetándolos en los muslos para que no se caigan a ese mismo suelo, midiendo la distancia entre la taza y tú para no rozarla y vigilando que no se caiga el bolso que has colgado precariamente del pomo porque ¡no hay percha!, entonces y sólo entonces, se va la luz como ha venido, por su propio pie.

Descubres, con la sabiduría que da la emergencia, que agitando el brazo en el aire durante un rato, vuelve, y te sientes como Karajan dirigiendo tu propio concierto. Pierdes la concentración, así no hay forma. Te acuerdas de todo el árbol genealógico del dueño del bar, pero te sientes en el fondo un poco Dios con el toque mágico de tu brazo.

Antes de medio minuto se repite la operación. Vas cambiando de brazo para aprovechar y hacer algo de ejercicio. Cuando, después de tres horas más o menos, por fin has terminado y vas a lavarte las manos, tienes que entrar y salir varias veces (ahora no se te ocurre lo de agitar la mano) porque aquí en lugar de medio minuto la duración es de aproximadamente quince segundos. Por supuesto, acabas lavándote a oscuras. Abres el grifo, cuando has puesto las manos bajo el chorro ya se ha ido. Y tus manos empiezan una carrera absurda para correr más que ellas mismas. Después de un rato y mucha mala sangre consigues semilavarte. Lo de secarte ni lo contemplas.

Sales de allí, por supuesto sin luz, y con una sensación de absurdo total. Ante esta situación de cómic junto a tu cabeza se dibuja un globo lleno de exclamaciones e interrogaciones, de rayos y bombas.


Aunque este es un caso algo extremo, me ocurrió hace unos meses. Pero es común que sin llegar a tanto, las luces de los servicios públicos estén programadas para lapsos de tiempo ridículos, que no tienen ninguna relación con el tiempo real que se necesita. Y desde luego les diría unas palabritas a los responsables. Intentar ahorrar, que no sé si al final ahorran tanto, a costa de la incomodidad de sus clientes dice muy muy poco de ellos. En fin, son tantas las cosas que en un momento dado querríamos cambiar y tan difícil hacerlo, que en el camino vale la pena reírse un poco. Pero a veces se consiguen cosas, y me he alegrado mucho cuando hace unos días escuché la noticia de que a partir de ahora se regula por ley la temperatura del aire acondicionado en las empresas (creo que es sólo en las empresas), y se deja así de tener temperaturas de Polo Norte aquí en Europa.

Hoy he visto un ángel

Para Luis

Estaba comprando en una tienda pequeña, de esas que ya casi no quedan. Un hombre alto y de voz grande, que rondaba los sesenta, me atendía. No había nadie más que yo, supongo que era una hora poco habitual y un comercio poco frecuentado. No sé bien cómo, me vi contándole que había dado un giro profesional para intentar dedicarme a lo que me gusta. Enseguida mostró un gran interés y empezó a animarme con mucho cariño, casi como si fuera su hija (o quizá con su hija no lo habría hecho, quién sabe).

Empezó a decir cosas como “al campo no hay que ponerle puertas”, “no hay que rendirse” y otras similares que no recuerdo. Yo le observaba con ojos cada vez más abiertos y con una emoción que también crecía. Un desconocido se implicaba en mi arriesgada decisión y me animaba, sin pedírselo, sin siquiera haberlo imaginado. Parecía magia. Y lo mejor no era que lo hiciera sino que lo hacía a manos llenas, poniendo su alma.

Entonces me contó cómo había dejado él un trabajo bien remunerado y considerado porque decidió que quería pasar más tiempo con su hija y su mujer, y cuando le preguntaron en la empresa si no estaba contento con su empleo, dijo sí, está bien, pero quiero ir en busca de mi felicidad.

Esto no pasa muy a menudo, ni que alguien tenga el valor de hacer lo que él hizo y mucho menos que se entregue a un desconocido de esa forma. Pero no lo he soñado, me ha pasado esta misma tarde. Me ha llenado de felicidad, he sentido su fuerza y su apoyo, y una alegría inmensa por cruzarme con un ser humano como él.

O quizá fuera un ángel.

Pues este ángel se lo quiero dedicar (y quién ha dicho que los ángeles no se puedan dedicar, ¿eh?) a mi amigo Luis, que está en un momento parecido, y que en realidad es otro ángel.

2 de julio de 2007

Leo hace dos o tres días en el 20minutos (periódico gratuito que se distribuye en varios puntos de España), en una sección que se llama "A mí me hace feliz..." y en la que escriben los lectores:

(A mí me hace feliz) ...que Lorena, el amor de mi vida, venga desde Barcelona a vivir conmigo en Madrid. Arturo.

En otros momentos de mayor lucidez (o enajenación, no estoy segura) no lo veo tan drástico, pero reconozco que en ese instante lo que pienso es:

¡Que alguien me convenza ahora mismo de que tiene sentido vivir sin amor...!